domingo, 28 de marzo de 2010

DOMINGO DE RESACA


Aquel domingo, como todos los domingos de esos últimos siete meses, me levante con una resaca insoportable.
El zumbido ensordecedor de la culpa me mantenía en constante estado de agitación que sólo conseguía disipar con unas cuantas Heinekens.
Me levanté a la hora de comer y me dirigí a cumplir mi cita dominguera con algún alimento recalentado que me esperaba impaciente escondido entre restos comida putrefacta.

Metí el paquete de pasta “italiana” made in algún polígono industrial de la ciudad y el simple hecho de mirarme en el cristal del microondas y descubrir en él a una extraña de rostro pálido con grandes ojeras escondidas tras una espesa capa de rimel corrido me hizo replantearme toda mi existencia. ¿Esa era yo? ¿Cuándo? Y sobre todo ¿porque?
El color rojizo de mis mofletes, señal inequívoca de salud, se había tomado unas largas vacaciones que ya duraban casi un año.

En algún momento de esos últimos meses me había perdido, eso estaba más que claro.

Después de mal comer los apestosos espaguetis llamé a Salomé para anular mi cita alegando un dolor de cabeza de infarto, excusa que me permitió no tener que mentir.

Me decidí a ir al videoclub a alquilar dos o tres películas que me permitieran esconderme de la apatía que últimamente insistía en acompañarme a todos lados.
Me puse los vaqueros manchados de la salsa mejicana que chorreaba de la pizza que comí el día anterior y unas botas de invierno que utilizaba solo cuando llovía.
La resaca me impidió recordar donde estaban mis sueters recién lavados así que me puse una gabardina encima de la camiseta del pijama y sin peinarme por miedo a encontrarme otra vez a la extraña del espejo cogí las llaves y baje corriendo por las escaleras del edificio.

Cuando llegué a la puerta del videoclub pude divisar a dos chicas pintarrajeadas
señalarme descaradamente haciendo referencia a mi extraño atuendo.
El terror a enfrentarme al espejo me había llevado a desechar la posibilidad de lavarme la cara, y el color negro del rimel acompañado por el maldito pintalabios ultra- resistente me convertía en la protagonista de alguna penosa película de terror de serie B.
Ese insignificante momento consiguió que me replanteara mi vida entera.
Necesitaba largarme de allí. Detestaba ese maldito pueblo y a su gente. No aguantaba más la pesada rutina que me aplastaba los pulmones y me impedía gritar.
No me di cuenta que eso era precisamente lo que estaba haciendo.Gritaba en medio de la calle, con el rimel corrido y los labios rojos, gritaba con la gabardina y los vaqueros manchados, con el pelo revuelto y mis botas camperas y no pare de hacerlo hasta que se me nubló la vista y empecé a notar la falta de aire en el cerebro.
Las chicas que en un principio se reían y me señalaban dejaron de hacerlo.
Sus caras como esculturas, no emitían ningún gesto que indicara que seguían vivas. Una de ellas, superando el momento, desvió la mirada por miedo a que la loca de la gabardina sacara una maza y corriera tras ella.
Yo, por mi parte, agache la cabeza y muerta de vergüenza me dirigí de nuevo a mi apartamento a meditar sobre la inhóspita situación que acaba de vivir rezando por no encontrar a nadie en el camino. Sabía que cualquier esfuerzo por interactuar con alguien sería motivo suficiente para desatar otra catastrófica escena.

jueves, 4 de marzo de 2010